domingo, 22 de agosto de 2010

Historia con un fragmento de Rodolfo Walsh


“Está tendido de boca, los brazos flexionados a los flancos, las manos apoyadas en el suelo a la altura de los hombros. Por un milagro no se le han roto los anteojos que lleva puestos. Ha oído todo – los tiros, los gritos- y ya no piensa. Su cuerpo es territorio del miedo que le penetra hasta los huesos: todos los tejidos saturados de miedo, en cada célula la gota pesada del miedo. No moverse. En estas dos palabras se condensa cuanta sabiduría puede atesorar la humanidad. Nada existe fuera de ese instinto ancestral.”
Esa sensación vertiginosa era la que sentía Nicolás en medio de un asalto que sufrió el pasado miércoles.
Todo ocurrió una mañana cuando Nicolás fue al Banco Provincia Departamental ubicado en San Martín y Córdoba de la ciudad de Mar del Plata, también conocida como “La Feliz”.
El joven había trabajado para la famosa distribuidora de plata y oro “Mykonos” pero se vio obligado a renunciar al surgirle una oferta académica imperdible: la carrera de especialista en piedras preciosas.
Él, desempleado, se dirigió en su camioneta; una BMW negra modelo 2010, con vidrios polarizados, tapizado en cuero ecológico negro con detalles en rojo, pantallas lcd de 9 pulgadas en los apoya cabezas para que quienes viajen en la parte trasera del vehículo, puedan disfrutar de una película; hacia el BPBA (Banco de la Provincia de Buenos Aires).
Al entrar, preguntó al no muy amable hombre de informes, dónde debía hacer su trámite. Lo mandó al subsuelo.
Nicolás sacó un ticket con el número 13 -casualmente la mala suerte- color verde, la esperanza. Pero la esperanza de ser rápidamente atendido se desvaneció ante la mala suerte de tener que esperar 1 hora 48 minutos hasta que el cajero vociferara su turno.
El futuro joyero se levantó de la incómoda silla, característica del banco, con mucho gusto y se acercó a la ventanilla. Allí el empleado le informó que su diligencia se realizaba en el segundo piso.
Furioso con el hombre de la recepción subió hasta el primero por las escaleras mecánicas y optó por no tomar el ascensor porque se pierde mucho tiempo, además el ejercicio no le vendría nada mal.
Al llegar, una mujer rubia, alta, delgada y muy elegante lo atendió con premura –como para contrarrestar la espera anterior-.
Firmó unos cuantos papeles, pero quedó uno porque le faltaba un sello. La simpática señora le explicó que debía ir hasta planta baja, al fondo a la izquierda, y pedir que le sellen el faltante.
Una vez que le entregaron dicho documento, le tocaron el hombro y lo obligaron a los gritos a que se tirara al piso. Nicolás no lo hizo ya que pensó que se trataba de un demente. Lo que él no vio, debido a su miopía, fue el arma de fuego.
De un segundo al otro, Nicolás está tendido de boca, los brazos flexionados a los flancos, las manos apoyadas en el suelo a la altura de los hombros. Por un milagro no se le han roto los anteojos que lleva puestos. Ha oído todo – los tiros, los gritos- y ya no piensa. Su cuerpo es territorio del miedo que le penetra hasta los huesos: todos los tejidos saturados de miedo, en cada célula la gota pesada del miedo. No moverse. En estas dos palabras se condensa cuanta sabiduría puede atesorar la humanidad. Nada existe fuera de ese instinto ancestral.


Ivana Freije

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